Notas

La idea tóxica del gran acuerdo

By 2 febrero, 2021

Columna publicada en Nuestras Voces

Existe una idea recurrente en la política argentina, la de la gran mesa en la que nos deberíamos sentar todos a resolver nuestras discrepancias y lograr un acuerdo amplio que nos permita asegurar ese desarrollo tan esquivo como necesario para llegar por fin a ser Canadá. O Australia.

Es una idea atractiva ya que presupone la posibilidad de un gran pacto político y económico en el que todos estaríamos de acuerdo, los asalariados, los empleadores, los jubilados, los exportadores de granos, la Sociedad Rural, los medios serios, los accionistas de bancos, los entusiastas de los canapés de la Embajada, las pymes industriales, el 0,02% más rico, los sindicatos e incluso los taxidermistas y los arquitectos matriculados.

Quienes defienden esta idea suelen poner como ejemplo virtuoso los Pactos de la Moncloa, establecidos durante la transición española en octubre de 1977 entre el gobierno de Adolfo Suárez, los partidos políticos, las cámaras empresarias y los sindicatos. En realidad, como lo suele repetir Felipe González –quien participó en ellos como referente del PSOE– el acuerdo consistió básicamente en fijar un límite a la indexación de salarios con respecto a la inflación. Fue precedido, además, por otro gran pacto: la Ley de Amnistía votada diez días antes que impidió hasta ahora investigar los crímenes del franquismo.

En realidad, en Argentina ya tuvimos nuestros Pactos de la Moncloa. Ocurrieron en 1983, cuando decidimos poner fin al Partido Militar que había condicionado la política durante medio siglo, establecimos el respeto a las urnas, a la Constitución y a las leyes. El resto lo deciden los votos cada dos años. Además, a diferencia del caso español, en el nuestro no hubo amnistía. Con los vaivenes propios de la política, elegimos investigar y castigar los crímenes del terrorismo de Estado.

La idea de una gran mesa de diálogo de la que saldríamos todos conformes no es sólo ilusoria, es sobre todo tóxica. No existe manera de conformar a todos, por eso nuestros padres fundadores, como otros padres fundadores, eligieron dirimir las discrepancias políticas a través del voto mayoritario, sin exigir el voto unánime.

El sociólogo Juan Carlos Portantiero escribió sobre “el empate hegemónico” de la Argentina, ocurrido en particular entre el derrocamiento de Perón en 1955 y el golpe de Estado de 1976. Es decir, una situación en la que dos fuerzas en disputa tienen suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por la otra, pero ninguna logra reunir los recursos necesarios para asumir por sí sola el liderazgo. Simplificando mucho podríamos decir que por un lado está el establishment que detiene el poder económico real y por el otro un movimiento político que logra hacerse del apoyo mayoritario de los electores. En 2015 se produjo una anomalía en ese empate histórico: el establishment logró llevar al poder a un candidato suyo a través de las urnas. El saldo fue devastador para las mayorías y ese candidato perdió la reelección en primera vuelta. La mayoría de los electores eligió no seguir ese camino de futuros venturosos que requerían de presentes calamitosos.

El candidato Alberto Fernández se definió durante la campaña como un político componedor, que proponía un país para todos en base al diálogo y a acuerdos amplios, pero también como alguien situado a las antípodas de las políticas de Cambiemos. Esas dos definiciones parecen hoy incompatibles.

El establishment, furiosamente opositor, exige como contrapartida a las inversiones que ni siquiera hizo con Macri que el presidente vuelva a transitar el manual que llevó a su predecesor a perder en primera vuelta. Por su lado y luego de cinco años de caída de poder adquisitivo, las mayorías que votaron al Frente de Todos exigen revertir esa calamidad.

Gobernar es elegir qué enojo se puede soportar, si el de las minorías con mucho poder para amplificar sus reclamos o el de las mayorías que carecen de ese poder pero que definen las elecciones con su voto.

Un enojo complica la tarea del gobernante, el otro hace que el gobernante deje de serlo.