Columna publicada en Nuestras Voces
El 15 de diciembre de 1983, cinco días después de asumir, Raúl Alfonsín sancionó el decreto 158/83 que ordenó enjuiciar a las juntas militares de la dictadura cívico-militar. Como en aquella época los militares sólo podían ser enjuiciados por sus pares, fue el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que llevó adelante esa tarea, con una notoria falta de interés. En febrero de 1984, el Congreso reformó el Código de Justicia Militar estableciendo que la justicia militar solo atendería delitos de índole específicamente militar, como insubordinación o deserción. Secuestrar, torturar, robar bebes o arrojar personas desde un avión no parecían formar parte de esa especificidad.
En septiembre de 1984, luego de largos meses de investigación y de una única indagatoria tomada a Emilio Massera, el Consejo Supremo determinó que “el accionar militar contra la subversión terrorista (es), en cuanto a contenido y forma, inobjetable”. El mensaje hacia el gobierno tuvo la virtud de la claridad: las Fuerzas Armadas no se investigarían a sí mismas. Pocos días después la Cámara Federal desplazó al tribunal militar y se hizo cargo de la causa. El resto es historia conocida: el Juicio a las Juntas y el Nunca Más al terrorismo de Estado.
En su discurso de asunción, Alberto Fernández señaló: “Nunca Más a una justicia contaminada por servicios de inteligencia, operadores judiciales, procedimientos oscuros y linchamientos mediáticos”, llamó a terminar con los “sótanos de la democracia” y concluyó: “Nunca Más es Nunca Más”.
Hace unos días, la Cámara de Casación dio por válidas las declaraciones de los arrepentidos en la causa de los Cuadernos a la parrilla, un ejemplo químicamente puro de linchamiento mediático y procedimientos oscuros. La Cámara no fue sensible a las múltiples irregularidades, como la falta de filmación o grabación de las confesiones, ni tampoco a la utilización de la prisión preventiva por parte del juez Bonadio como medio coercitivo hacia los acusados: quienes confesaban volvían a sus casas, aquellos que se negaban a hacerlo quedaban encerrados.
Esa misma semana, en un nuevo Nado Sincronizado Independiente (NSI), los medios adelantaron la decisión de la Corte Suprema de no tratar el pedido de los abogados de Amado Boudou por las irregularidades en la causa Ciccone referidas al único testigo que lo acusó –pagado por el gobierno de Cambiemos– además del espionaje ilegal por parte de la AFI que sufrieron tanto los abogados como su defendido. Boudou fue condenado a la cárcel e inhabilitado de por vida para la función pública. Un castigo ejemplar que retoma la noble tradición de proscribir al peronismo.
Para rechazar el planteo, la Corte invocó el artículo 280 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación que le permite rechazar un recurso sin fundar las razones. Una decisión arbitraria como lo señaló la abogada Graciana Peñafort: “el Estado argentino fue condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por violar los derechos humanos de varias personas por aplicarles la Corte Suprema el articulo 280 para desestimar sus casos”. En efecto, la Corte debe fundar sus sentencias, ya que de lo contrario se transforman en decisiones arbitrarias.
Más allá de Amado Boudou, de Julio de Vido, de Milagro Sala, de las múltiples causas contra CFK (que implican desde un instrumento financiero como el dólar futuro hasta una guerra imaginaria con Irán) y de tantos otros casos creativos, el lawfare es una realidad regional. Lo sabe Lula, condenado por la íntima convicción de un juez premiado luego con el ministerio de Justicia, lo sabe Rafael Correa, perseguido por la justicia de Ecuador y cuyo candidato a presidente no sabe si podrá presentarse y lo también sabe Evo Morales, víctima de un golpe de Estado a la vieja usanza.
Como señaló hace unos días el sociólogo Luis Alberto Quevedo en referencia a la persecución judicial luego del primer año de gobierno de Juntos por el Cambio: “el repertorio socialdemócrata de sentarnos a una mesa a conversar no funcionó.” Contrariamente a una idea candorosa, ni el lawfare, ni el periodismo de guerra fueron sensibles a la propensión al diálogo anunciada por el gobierno, a su ilusión socialdemócrata. En realidad, el problema nunca fue generado por las formas supuestamente rudas o los modos ríspidos sino de los gobiernos kirchneristas sino por la política. La ampliación de derechos hacia las mayorías fue la razón de las asonadas militares de antaño y es la causa de la asonada judicial de hoy.
Como el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas hace más de tres décadas, la Justicia federal acaba de mandar un mensaje claro. El poder político puede hacer muchas cosas salvo no darse por anoticiado