Columna publicada en Nuestras Voces
Durante la campaña presidencial del 2019, el entonces candidato Alberto Fernández se refirió en más de una oportunidad al 2003, a la experiencia de haber sacado al país “del infierno” cuando era Jefe de Gabinete de Néstor Kirchner y prometió “poner a la Argentina otra vez de pie.”
En sus discursos suelen prevalecer dos referentes políticos: Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner, pero así como en el caso del ex presidente radical se nota una gran admiración intelectual, Kirchner es señalado como el ejemplo concreto a seguir: “el mejor presidente que tuvo la democracia.”
Es una visión coherente con la trayectoria del actual presidente teniendo en cuenta que en julio del 2008, durante el conflicto entre el gobierno y la Mesa de Enlace, presentó su renuncia como Jefe de Gabinete de CFK y ambos se alejaron durante una década.
Volver al “kirchnerismo de Néstor” es un relato tentador para todas las componentes del pan-kirchnerismo, por llamarlo de alguna manera, y hace digerible la unidad incluso a quienes tienen profundas diferencias políticas con la actual vicepresidenta aunque reconocen su peso electoral.
La presidencia de Néstor Kirchner llegó cuando el colapso de la convertibilidad todavía pesaba sobre un establishment debilitado, que además acababa de recibir el enorme regalo de la pesificación asimétrica. Los enemigos políticos eran los soñados para alguien que pretendía llevar adelante una agenda progresista y una política económica heterodoxa: La Nación, la vieja guardia de las FFAA, la Corte menemista, la Sociedad Rural, la Iglesia o la patria financiera. El rechazo de esos orcos y el apoyo de Clarín -que todavía era visto como el termómetro de la clase media y no como la maquinaria política que opera a cielo abierto que conocemos hoy- determinó lo que Alberto Fernández definió en aquella época como “el gobierno de la opinión pública.”
Apenas asumió en diciembre del 2019, el presidente anunció su voluntad de acercarse a Clarín y dijo que, con él, “la guerra se terminó”. Como prueba de buena voluntad, advirtió que en su agenda no estaba ni un reimpulso de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual ni una revisión de la fusión Cablevisión-Telecom. Aquel gobierno de la opinión pública parecía ser el paraíso perdido al que proponía volver.
Pasado un año, la realidad no podría estar más alejada de ese sueño. Según las propias palabras de Alberto Fernández, “hay un periodismo alocado que necesita que los atienda un terapeuta.” Clarín no se conformó con la no revisión de lo mucho que recibió durante los años de Cambiemos y, cavando trincheras aún más profundas, hoy busca desgastar al gobierno incluso operando en contra del plan de vacunación en plena pandemia, es decir, incitando a un mayor número de contagios y muertes.
En realidad, la coyuntura actual está más relacionada con el 2008 que con el 2003. Empoderado por cuatro años de macrismo, el establishment dista mucho de estar debilitado y los medios se han transformado en la verdadera oposición. Como en los debates durante el conflicto de la 125, el discurso histérico reemplazó al análisis político. Lo político se expresa en clave moral, como una lucha del Bien contra el Mal, representado por el kirchnerismo satánico.
Los primeros 10 meses de pandemia fueron una continuación de la pandemia anterior, la de Cambiemos: los más ricos se hicieron aún más ricos mientras 11 millones de personas comen en comedores. El modesto impuesto a los mayores patrimonios, que afecta apenas a 10 mil personas sobre 45 millones, generó la misma furia entre opositores y medios que si Alberto Fernández hubiera decretado la colectivización de los medios de producción.
Esa furia tenaz demuestra que el gobierno de la opinión pública es una idea no sólo impracticable sino sobre todo tóxica, ya que conformar a nuestro establishment para lograrla implicaría empeorar aún más la vida de las mayorías. Sería un suicidio político.
“La política se gestiona en base a expectativa y caja” dicen que decía Kirchner, enunciando un principio tan rudimentario como eficaz. Como ocurrió a partir del 2003, aumentar los ingresos de las mayorías (las expectativas) e incrementar los ingresos fiscales (la caja) es una gran manera de consolidar poder político y sobrevivir a esa guerra que Alberto Fernández no declaró pero que no tiene forma de terminar.