Columna publicada en Nuestras Voces
A fines de septiembre de 1983, la dictadura del Proceso ya en pleno derrumbe político promulgó la ley 22.924, más conocida como Ley de autoamnistía. Como taparrabo del encubrimiento buscado, incluía dentro del perdón divino no sólo al terrorismo de Estado sino también a “los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva” ocurridos entre el 25 de mayo de 1973 y el 17 de junio de 1982.
Ítalo Lúder, el candidato de la fórmula peronista a las elecciones presidenciales de ese año, hizo un análisis leguleyo –casi podríamos decir radical– y consideró que la norma tenía validez jurídica y no había vuelta atrás posible. Su rival, el radical Raúl Alfonsín, eligió un camino opuesto: eludió el debate legal, centró sus críticas en la falta de legitimidad de una amnistía dictada por la propia dictadura y consideró que aceptarla sería una “claudicación moral”. Con formas rudas –casi podríamos decir kirchneristas– se comprometió a dejar la norma sin efecto si ganaba las elecciones. Además, denunció un pacto sindical-militar para garantizar la impunidad de las Juntas, denuncia que afectaba por supuesto al candidato peronista. El pacto nunca fue probado pero la autoamnistía fue derogada apenas Alfonsín asumió como presidente. La anulación fue el primer paso para avanzar con otra promesa electoral que marcaría su mandato: el juicio a las Juntas.
Lúder tenía razones atendibles para aceptar la continuidad de dicha ley por sobre su derogación. Pese al final bochornoso de la dictadura, cuyo punto culminante fue la derrota de Malvinas, los militares mantenían un poder de fuego considerable. De hecho, hubo levantamientos militares hasta 1990, durante la presidencia de Carlos Menem.
Alfonsín optó por crear un relato, para retomar un término muy en boga hoy, que incluía una denuncia nunca probada de un hecho improbable –la complicidad entre sindicatos y Fuerzas Armadas– y un nuevo horizonte: el Nunca Más. La ciudadanía se hubiera conformado con mucho menos: una comisión bicameral de investigación del terrorismo de Estado, como pedían algunos organismos de DDHH, o incluso condenas puntuales a los altos oficiales y cómplices más emblemáticos. Alfonsín prefirió ir más allá y enjuiciar a todos los responsables a través de la Justicia ordinaria, y de esa forma generó un enorme consenso que antes no tenía.
La vuelta atrás en la política de DDHH a partir de 1986, con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, resultado de la pérdida de legitimidad política de Alfonsín por el fracaso de la política económica, no afectó aquel consenso que se mantuvo latente durante el menemismo y los indultos y resurgió a partir del 2003, con los gobiernos kirchneristas.
Néstor Kirchner lo comprendió al ordenar que la bancada oficialista votara la anulación de la ley de Obediencia Debida en el 2003 y relanzar los juicios por el terrorismo de Estado. Había muchas razones atendibles para no elegir ese camino y abrazar el de la “unión entre argentinos” que proponía el establishment e incluso una parte del propio oficialismo. Hacer un análisis leguleyo, “dejar de mirar hacia atrás y empezar a mirar hacia adelante” o “cerrar de una vez las viejas heridas” eran decisiones virtuosas que nos permitirían por fin llegar a ese futuro tan venturoso como esquivo.
Tanto Alfonsín en 1983 como Kirchner veinte años más tarde eligieron un camino diferente, el de un relato que resultó exitoso pero que desde el punto de vista de la correlación de fuerzas no estaba exento de riesgos. Ambos fueron más allá de las expectativas de sus votantes y consiguieron así una sólida legitimidad política incluso por fuera de esos votantes, sobre todo en el caso de Kirchner y su magro 22% de votos de la primera y única vuelta electoral. Por supuesto, también cosecharon la furia de una minoría intensa, algo que en el caso de Alfonsín solemos olvidado.
Casi veinte años después de Néstor y en una coyuntura muy diferente marcada por la pandemia, Alberto Fernández no logró o no quiso por ahora crear su propio relato. El no relato puede ser también una forma de diferenciarse de la intensidad kirchnerista.
Lo que no debería ocurrir es que la correlación de fuerzas sea percibida desde el oficialismo como una fatalidad que impide avanzar en determinada dirección en lugar de verla como lo que es: un dato cambiante, que mejora o empeora en base al ejercicio pleno y a veces impaciente del poder.