Por Mariano Kestelboim y Sebastián Fernández
Entre las letanías que repiten nuestros economistas serios se destaca la analogía que equipara la economía de un país con la de un hogar. Es una idea asombrosa, aún para el generoso estándar al que nos tienen acostumbrados, a menos que consideremos la posibilidad de que los ciudadanos impriman moneda en su propio living, única forma de poder asemejar su economía doméstica con la de un Estado. Esta extraña idea colisiona, además, con otra que sostienen los mismos economistas: la equiparación del endeudamiento en pesos con el endeudamiento en dólares. Según esta mirada, da lo mismo que Argentina se endeude en su moneda a que tome deuda en una que sólo imprime la Reserva Federal de Estados Unidos. En realidad, si la economía de un país fuera como la de un hogar sería difícil encontrar a un jefe o jefa de familia que no detectara la diferencia entre tomar un préstamo en la misma moneda de sus ingresos (como sueldos, jubilaciones o pensiones) o tomar uno en dólares.
Ese jefe o jefa de hogar sabría que endeudarse en pesos con un mecanismo de ajuste preestablecido normalmente es menos riesgoso que en dólares. Para los países asumir deuda en moneda extranjera también implica riesgos y grandes dificultades:
- La evolución del valor de una divisa (en este caso del dólar) depende de factores que nuestro gobierno no controla, como los precios internacionales y la demanda externa de lo que exportamos e importamos y políticas de Estados Unidos. Por supuesto, la cotización del peso también puede variar de forma incontrolable para nuestro gobierno. Sucede cuando justamente asume compromisos en dólares desproporcionados respecto a su capacidad de repago y termina sin poder acceder al financiamiento internacional, como ocurrió en cada uno de los capítulos de políticas neoliberales (última dictadura, Convertibilidad y Macrismo). Muy diferente es el caso cuando los compromisos son en pesos. El Estado concentra sus ingresos en esa moneda, básicamente por alícuotas impositivas vinculadas al valor de los bienes en pesos, así que su capacidad de cumplir con esas deudas está atada a la dinámica interna, al igual que las eventuales refinanciaciones.
- Alivianar el peso de la deuda en dólares es mucho más complicado, aun cuando la economía crece. Hay sectores vinculados solo al mercado interno que con crecimiento se dinamizan en una magnitud mayor que los sectores transables. Esto es lo habitual en cualquier economía, pero el fenómeno es más intenso en las afectadas por un estado de depresión, como la nuestra por la crisis arrastrada desde 2018 y redoblada por la pandemia. O sea, el repago de la deuda en dólares exige necesariamente mayor capacidad de exportación y/o contracción de importaciones y, cuando la deuda es en pesos, esa condición no aplica, lo cual facilita sustancialmente su cumplimiento. En economías en desarrollo es particularmente difícil generar superávits comerciales para pagar deuda en dólares. Y más complicado todavía es cuando el monto de los préstamos en dólares está fuera de escala respecto a la capacidad de repago, se toma para cancelar pasivos en pesos, las tasas de interés son superiores al 7% y hay acumulación de vencimientos de corto plazo como lo gestionado por el gobierno de Macri. Y aun peor es cuando los gobiernos provinciales también se endeudan en dólares (en ese sentido, no deja de asombrarnos que Macri se vanaglorie aún hoy por haber permitido ese endeudamiento). Para colmo, en economías como la nuestra, cuando el mercado crece, dada la estructura productiva dependiente, el saldo comercial se comprime o se vuelve deficitario, sobre todo sin un plan de estímulo a la producción. Luego la cuenta corriente pasa a ser crecientemente deficitaria y genera una presión adicional sobre la cotización del dólar. No entender esto u obviarlo es la principal razón que explica que, a pesar de haber contado Macri al inicio de su mandato con el mayor ingreso de dólares registrado en nuestra historia, el país haya caído en recesión en tres de los cuatro años de gobierno con tasas de inflación cercanas al doble que en 2015.
- Comprometer el saldo comercial al repago de la deuda sin un programa de desarrollo, desvanece las chances de progreso. En todas las experiencias de desarrollo capitalista, las divisas generadas por la vía comercial han sido aplicadas esencialmente a la modernización y ampliación de la capacidad productiva. Entregarlas como vehículo para la extracción de rentas financieras extraordinarias impide cualquier tipo de recomposición duradera de la actividad, además de aumentar la bruscamente la inestabilidad. Es fácil: si el uso de las divisas es para el negocio financiero, no le deja margen de maniobra a las políticas públicas para estimular el desarrollo. A su vez, la presión de demanda por los pocos dólares que quedan para las necesidades de producción y consumo crecen, acentuando el principal factor de tensión de precios, el tipo de cambio. Cuando era candidato a presidente, Macri afirmó “en este país no tenemos problemas de dólares, este país produce dólares”. El dilema es qué destino le damos a esos dólares “producidos”, si optamos por entregárselos a una minoría que los fuga o los destinamos al desarrollo productivo. Y mientras pudo, sus señales en contra de la segunda opción fueron contundentes: atraso cambiario, apertura comercial y financiera, restricción crediticia a la producción, tasas estrafalarias, tarifazos y facilidades de reconversión para productores nacionales a importadores. Así, la deuda en dólares aumentó la dependencia externa y, por lo tanto, redujo los grados de libertad para dirigir la economía en función de las necesidades productivas soberanas para crecer y mejorar la calidad de vida de las grandes mayorías.
Así como equiparan deudas en monedas diferentes, nuestros economistas serios suelen diferenciar las deudas en función de los acreedores. Si se trata de extranjeros, la deuda pública se transforma en un imperativo moral. Como sostuvo Macri luego del extravagante fallo del juez Thomas Griesa a favor de los Fondos Buitre: “Ahora hay que ir, sentarse en el tribunal de Griesa y lo que él termine diciendo, hay que hacerlo.” Emulando esa misma pasión, el ex ministro de Economía y actual candidato de Juntos por el Cambio, Ricardo López Murphy, llamó a “besar en las dos mejillas” a quienes compren bonos argentinos y alabó la posición del presidente Nicolás Avellaneda frente a los bonistas. Se trata de un antecedente peculiar. Recordemos que Avellaneda sostuvo en 1876 ante el Congreso que “los tenedores de bonos argentinos deben reposar tranquilos. La República (…) no tiene sino un honor y un crédito, como solo tiene un nombre y una bandera. Hay dos millones de argentinos que economizarían hasta su hambre y su sed, para responder en una situación suprema a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”. Es decir que si la deuda es con acreedores externos, es legítimo condenar a los argentinos a padecer hambre y sed para pagarla. Si, en cambio, la deuda es hacia los jubilados (quienes, como suele recordar Amado Boudou, también son acreedores privados), entonces ya no se trata de un imperativo moral sino de una deuda relativa que se debe cancelar en función de los recursos públicos que se asignen a tal fin e independientemente del monto adeudado. Ningún economista serio invocaría el hambre o la sed de nuestros ricos para asegurar el sueldo de los docentes o los haberes de los jubilados. Lo mismo ocurre con las deudas de los grandes contribuyentes hacia el Estado; nunca son imperativas.
El propio Macri dijo hace unos días: “Estamos en un país en donde para ganar plata hay que evadir impuestos. Hoy nadie que pague todos los impuestos en Argentina puede tener un retorno sobre su capital”. López Murphy apoyó esa visión al sostener que tenemos “impuestos extravagantes”, aunque nuestra presión fiscal sea inferior a la de los “países serios” de la Unión Europea que el ex ministro de De la Rúa suele poner como ejemplo a seguir.
Al contrario de lo que señalan los economistas serios, los resultados de la gestión del ministro Martín Guzmán dejan al descubierto que, para el gobierno anterior, había capacidad de desarrollo de mercado financiero en pesos para financiar el gasto público ¿Sería que no querían ir en contra del gran negocio de la timba financiera?
Nuestros economistas serios reniegan de la deuda en pesos, como la emitida para mitigar los efectos de la pandemia, por su efecto sobre la demanda de dólares. Viven en su burbuja. Imaginan que la economía siempre está en pleno empleo, que una mayor demanda no puede generar estímulos reales sobre la oferta. Como si no existieran necesidades sociales de emergencia, capacidad ociosa y desempleo que pudiera reactivarse con esa política monetaria; es un mundo de fantasía que, afortunadamente para los ciudadanos de los países desarrollados que tanto admiran nuestros economistas serios, esa regla no es respetada y ellos también emiten más en situaciones de emergencia. Por supuesto que esos niveles de emisión monetaria tienen impacto inflacionario y que deben estar articulados a las necesidades reales, pero también están permitiendo la recuperación de la actividad en el resto del mundo y en Argentina, donde justamente el gobierno anterior nos dejó sin otra alternativa de financiamiento.
En un escenario tan difícil en el mercado cambiario, hubiera sido más saludable combinar deuda en pesos y deuda en dólares. Ningún extremo es deseable. Llegamos a la situación actual por la irresponsabilidad del gobierno anterior que no supo administrar los muy bajos pasivos que registraba Argentina en 2015. El curiosamente ausente del debate público ex ministro de Economía de Macri, Nicolás Dujovne, reconocía en 2016 ese estado de las cuentas públicas: “el nivel de deuda es bajísimo, no conozco ningún país que tenga un nivel de deuda más bajo”.
El ingreso de capitales derivado del endeudamiento en dólares brinda un mayor margen de acción en especial para financiar el desarrollo tecnológico del país y brindar señales de fortaleza, acumular reservas y solventar las políticas monetarias. Ahora bien, la emisión estrafalaria de más de 100.000 millones de dólares, realizada entre diciembre de 2015 y enero de 2018 (una vez agotado ese grifo, Macri debió acudir de emergencia al FMI para rogar por el mega préstamo de 57.000 millones de dólares), rompió todas las escalas internacionales. Fue tan desequilibrada y abusiva que generó, a la vez, un endeudamiento espurio y colosal en pesos por la emisión de títulos de deuda del Banco Central a tasas absurdas (llegaron a ser del 86%) para absorber el exceso de pesos en el mercado que implicaban las operaciones cambiarias de los gobiernos nacionales y provinciales para pagar sus compromisos en pesos tras haberse endeudado en dólares. O sea, hicieron un 2×1 formidable de comisiones y tasas para el sector financiero que terminó implicando defaults tanto en dólares como en pesos (algo inédito) de deuda que había sido emitida por la misma administración con múltiples secuelas. Entre ellas, mayor inestabilidad, imposibilidad de acceder al crédito externo y una agenda de compromisos imposible de afrontar, desarticulación productiva por el proceso de reconversión (de productores nacionales a importadores) y aumento de la precarización laboral, la pobreza y la desigualdad. Y su autocrítica es por no haber ido más rápido.
El mejor equipo en los últimos cincuenta años nos dejó afuera de ese mundo al que prometió devolvernos. No salimos de nuestro asombro.