Columna publicada en Nuestras Voces
La gran diferencia entre la acción de una fundación y la del Estado no sólo está dada por la escala. La beneficencia es una ayuda discrecional. Los derechos no. La beneficencia no discute la inequidad ni combate la pobreza, sólo la hace más llevadera para quienes no la padecemos. El único instrumento eficaz para reducir la pobreza estructural es el Estado.
Cuando su ropa estaba percudida, mi abuela solía regalársela a la empleada doméstica. Su generosidad no llegaba a incluir los botones en la cesión ya que consideraba, sin duda con razón, que podían ser reutilizados en alguna otra prenda. Como ella no se ocupaba de esas tareas, quien tenía que desguazar la ropa era la destinataria del regalo y objeto final del altruismo de una familia acomodada que no percibía la siniestra mezquindad de la tarea asignada.
Buenos Aires, como tantas otras, es una ciudad generosa con los incluidos y despiadada con aquellos que intentan apenas sobrevivir dentro de sus límites. Quienes menos tienen, como los cartoneros, no sólo no forman parte del mundo de los incluidos sino que ya casi carecen de condición humana. Hemos aprendido a mirar sin verlos y no los consideramos como lo que son, gente que logró generar trabajo en donde no lo había, sino como un objeto de lástima a quien se debe ayudar como se ayuda a la viejita sentada en la puerta de la sacristía, con alguna moneda chica y una rápida mirada de compasión. Es común que la gente más pudiente les ofrezca desde las mesas de algún restaurante restos de comida y se ofusque cuando los destinatarios de tanto altruísmo no responden como lo hubiera hecho el agradecido Tío Tom en su cabaña, con los ojos húmedos de gratitud.
Los ciudadanos incluidos de Buenos Aires somos proclives a caer en el encanto de las fundaciones ciudadanas con nombres luminosos y financiamiento opaco. Luego de décadas de prédica antipolítica, confiamos más en una organización de beneficencia de la que nada sabemos que en el Estado cuyos representantes votamos periódicamente. Nos emocionamos más con el relato de la entrega de unos cuantos platos de sopa caliente en invierno o el de una pequeña que recibió una prótesis que por las millones de AUH o las centenares de miles de pensiones por invalidez entregadas cada mes. Es más esas pensiones nos parecen sospechosas y las AUH, un premio a la vagancia.
La gran diferencia entre la acción de una fundación y la del Estado no sólo está dada por la escala. La beneficencia es una ayuda discrecional. Decidimos si le damos la moneda a la señora sentada en la puerta de la sacristía o al chico que dejó de revolver el container de basura y nos pidió ayuda. Los derechos no son discrecionales, por más que al fin de cuenta dependan de recursos públicos para materializarse.
La beneficencia no discute la inequidad ni combate la pobreza, sólo la hace más llevadera para quienes no la padecemos. Las fundaciones ciudadanas de nombres luminosos y financiamiento opaco conforman un notable analgésico social. Son nuestro analgésico.
En realidad, el único instrumento eficaz para reducir la pobreza estructural es el Estado. Y la única forma de hacerlo es discutir su contracara necesaria: la riqueza estructural. Es la discusión que nuestro establishment siempre ha rechazado con dureza, incluso de forma sangrienta. Al contrario, a través de los medios afines vende la inequidad como meritocracia y transforma los derechos en privilegios insostenibles como primer paso hacia su evaporación. A quienes tomaron la precaución de nacer ricos les toca el mérito de una buena vida. Para los excluidos queda la caridad o los palos, ambas soluciones discrecionales.
Es por eso que nuestra establishment se emociona con la beneficencia y se indigna con los derechos. Como a mi abuela, le fastidia que los excluidos invoquen derechos y pretendan tener una vida diferente a la de recibir prendas desguazadas, monedas en las sacristías o restos de sandwichs en restaurantes sofisticados.