Columna publicada en Nuestras Voces
Voltaire tardó casi un mes en enterarse del terremoto que destruyó Lisboa en 1755.
Cuando en 1806 la noticia de la caída de la capital del Virreinato del Río de la Plata a manos de las tropas británicas llegó a Londres, la ciudad ya había sido liberada por sus habitantes.
Antes de ser reemplazado por el telégrafo, el Pony Express revolucionó la circulación de información en Estados Unidos uniendo las costas atlántica y pacífica en menos de dos semanas.
En un café de Buenos Aires supe, casi al instante en que ocurría, que las hermanas Kim y Khloe Kardashian llegaron a Malibú, California, para visitar a una amiga. Kim llevaba puesto un pantalón de serpiente, un top blanco y botas plateadas, mientras que Khloe había optado por una remera negra, campera atada a la cintura y tacos.
La velocidad de la nimiedades suele potenciarlas, como escribió Henry David Thoreau hace 150 años, un hombre que descreía del progreso tecnológico en un siglo que lo veneraba.
En Divertirse hasta morir, el sociólogo norteamericano Neil Postman señala que vivimos atormentados a la espera de la realización de la utopía que George Orwell describió en 1984 sin percibir que la que en realidad se concretó fue la de Un mundo feliz de Aldous Huxley: “en la profecía de Huxley, no se necesita ningún Gran Hermano para privar a la gente de su autonomía, madurez e historia. Según lo veía Huxley, la gente llegaría a amar su opresión, a adorar las tecnologías que anulasen su capacidad de pensar (…) Huxley temía que la verdad sería ahogada en un mar de irrelevancia.”
Ese terrible error de diagnóstico nos hace vivir como los soldados japoneses perdidos en alguna isla del Pacífico, que siguen participando de una guerra concluida tres décadas atrás. Tememos a Stalin y a Pol Pot y contra eso cavamos trincheras cuando la limitación de nuestra libertad es causada por Jeff Bezos y Mark Zuckerberg.
Desconfiamos del gobierno temiendo que controle nuestras finanzas a través de la AFIP o la SUBE y denunciamos no sin razón las cámaras por doquier y los controles biométricos al entrar o salir del país, pero entregamos datos íntimos a Amazon, Facebook, Google, Instagram o cualquiera otra red social con absoluto candor. Ya no nos preocupa que nos aparezca en Facebook una propaganda de zapatillas o jugueras cuando hicimos mención a esos productos en otra red social. Ese Gran Hermano tangible pasa desapercibido frente a las acechanzas imaginarias del gobierno. Dependemos cada vez más de empresas concentradas que no tomamos como lo que son, corporaciones que interactúan políticamente, sino como si fueran una caja que ocultamos debajo de nuestra cama, un lugar seguro en el que guardamos claves bancarias, preferencias políticas, hábitos sexuales, opiniones religiosas, datos personales, textos o fotos.
Desconfiamos del Estado pese a que votamos cada dos años a quienes lo administran y nos emocionamos hasta las lágrimas con corporaciones sobre cuyos accionistas no tenemos poder alguno, pero que logran incidir incluso en nuestro voto. Es más, cuando el Estado busca regular el poder discrecional de esas corporaciones, como ocurre en Europa y ahora en EEUU, muchas veces sentimos que vuelve el riesgo del Gran Hermano y cavamos trincheras contra ese peligro imaginario. Es otra forma de generar descredito sobre el único poder que puede limitar a esas estructuras globales: los estados.
Es por eso que las redes sociales suelen alimentar con el mismo ahínco el terraplanismo antivacuna, el pantalón de serpiente de Kim Kardashian y la antipolítica: es el mar de irrelevancia que vislumbró Huxley y que consolida su posición dominante.
Orwell se equivocó pero todavía no nos dimos cuenta.