Columna publicada en Nuestras Voces
En mayo del 2020, dos meses después de las primeras medidas decretadas por el gobierno nacional para prevenir la pandemia de Covid-19, un colectivo opositor conformado por simpatizantes y políticos de Juntos por el Cambio alertó a la ciudadanía de forma contundente: “la democracia está en peligro”.
Juan José Sebreli, Santiago Kovadloff, Luis Brandoni, el diputado Pablo Tonelli, el periodista Javier Navia junto a la ineludible Sandra Pitta y varios ciudadanos preocupados más, denunciaron al gobierno por minimizar el problema de la pandemia y por tomar medidas exageradas, lo que a su entender se traducía “en el desdén por el mundo productivo, que no tiene antecedentes y su consecuencia es la pérdida de empleos, el cierre de comercios minoristas, empresas y el aumento de la pobreza”.
Es decir, se acusaba al presidente Alberto Fernández de no hacer nada y hacer demasiado, una lógica contorsionista que se transformaría en el estilo habitual del discurso opositor frente a las medidas sanitarias oficiales e incluso en respuesta a la campaña de vacunación. La Sputnik V pasó así de ser un veneno –que justificó incluso una denuncia penal contra el presidente por poner en peligro la salud de la ciudadanía– a ser un bien escaso que el oficialismo entregaba sólo a los amigos.
En un texto tan indignado como perezoso, el colectivo de ciudadanos alertas hacía “una convocatoria amplia a la sociedad civil a contener los desbordes autoritarios del Gobierno y estar atentos para frenar los avances arbitrarios del poder gubernamental” a la vez que denunciaba que a través de “una versión aggiornada de la ‘seguridad nacional’, el gobierno encontró en la ‘infectadura’ un eficaz relato legitimado en expertos”. La infectadura, un término vaporoso y de bordes laxos, sirvió como una herramienta multiuso para denunciar cualquier medida sanitaria tomada por el gobierno como un atentado a la libertad. Siguiendo un viejo truco de nuestra derecha, el análisis político e incluso, en este caso, científico, fue reemplazado por la indignación moral. Más allá de que la oposición tenía siempre un ejemplo virtuoso a seguir –Suecia, Reino Unido, Chile, Corea del Sur, Nueva Zelanda– aunque nunca era el mismo, la libertad de contagio parecía ser la única propuesta para mantener en pie nuestra república.
Luego de operar en contra de todas las medidas sanitarias e incluso en contra de las vacunas que no fueran norteamericanas, la oposición hoy parece cambiar de caballo en medio del río. La indignación ya no pasa por las restricciones a la circulación sino por el aumento de contagios y muertes, dos hechos que según el discurso mágico opositor no tendrían relación alguna.
Hace unos días, en una charla con estudiantes de periodismo, el diputado Waldo Wolff, uno de los terraplanistas más entusiastas de Juntos por el Cambio, afirmó: “El Gobierno tiene una responsabilidad enorme por los muertos”.
Siguiendo esa misma línea, el incansable Alfredo Leuco trató a los ministros del gobierno nacional de “inútiles, vagos, mentirosos y pertenecientes al chavismo” y los responsabilizó por “esta pandemia criminal.”
Pero quien mejor explicitó el nuevo horizonte discursivo de la oposición fue Eduardo Feinmann al explicar que la cifra de 60.000 muertos por Covid en la Argentina equivale a dos veces los 30.000 desaparecidos durante la última dictadura cívico militar y concluir que “acá está ocurriendo en genocidio, un delito de lesa humanidad, porque parece que hay un plan sistemático para… Qué se yo para qué. Realmente, es una cosa muy impresionante”. Que Feinmann mencione a los desaparecidos o se preocupe por los Derechos Humanos y los delitos de lesa humanidad ilustra la feroz contorsión que nuestros medios serios están llevando a cabo.
Pasamos así, sin solución de continuidad, de la Infectadura al genocidio.