Columna publicada en Nueva Ciudad.
“El arquitecto Pei trata al patio del Louvre como si fuera un anexo de Disneylandia”
André Fermigier / Le Monde / enero de 1984
Mitterrand había decidido incorporar al museo el ala norte del edificio, hasta ese momento ocupada por el ministerio de Finanzas, para permitir la exhibición de obras almacenadas en los depósitos. La propuesta de Pei resolvía el problema del acceso al museo ampliado, que presentaba una forma de “herradura”.
Hoy la pirámide es un hito parisino respetado por todos- además de ser la obra del Louvre más admirada luego de la Gioconda y la Venus de Milo- pero su génesis no conoció esa unanimidad.
En 1984, el anuncio del proyecto generó el inmediato rechazo de la oposición de derecha pero también de la Comisión de Monumentos Históricos, de varios medios (en particular Le Figaro, una especie de La Nación francesa) y de una parte significativa de la opinión pública indignada por la “destrucción” de la cour Napoléon, el patio donde se ubicaría la pirámide. La decisión de Mitterrand de encargar el proyecto de forma directa al arquitecto norteamericano- eludiendo el sistema de concurso utilizado en todos los otros proyectos presidenciales- indignó también a muchos arquitectos franceses y fortaleció la crítica de “faraón” que recibió el presidente.
Algunos críticos sofisticados, como el columnista del diario Le Monde citado al principio de esta columna, lamentaban lo que veían como una profanación del templo de la cultura. Y, en rigor de verdad, no se equivocaron: el Louvre pasó de tener menos de 3 millones de visitantes por año a recibir casi 10 millones. Además, muchos de esos visitantes sólo quieren ver la pirámide: miles de parejas se fotografían delante de la obra de Pei como otras lo hacen delante de la torre del ingeniero Eiffel, ese otro artífice de la cultura popular que tanto despreciaron los críticos sofisticados (el escritor Guy de Maupassant, que la detestaba, solía almorzar en el restaurante de la torre argumentando que era el único lugar de Paris donde no la veía.)
La pirámide del Louvre no sólo resolvió un problema específico -el acceso al edificio ampliado- sino que generó un nuevo hito para la ciudad: Le Figaro llegó a celebrar uno de sus aniversarios con un cóctel en el hall de aquella a la que había denostado. La decisión de Mitterrand y el trabajo de Pei, además, transformaron un museo para iniciados en un generoso espacio popular visitado por millones de personas, generando riqueza y PBI.
La reciente inauguración del Centro Cultural Kirchner en el antiguo Palacio de Correos y Telégrafos suscitó críticas apasionadas debido a su nombre, su costo, su tamaño o la aparente falta de seriedad en su programación. Al igual que ocurrió con los “grandes proyectos” de Mitterrand, las críticas y apoyos suelen corresponder tanto a los lineamientos políticos como a una cierta alergia a la cultura popular.
Prenda de canje de una de las últimas privatizaciones de los ´90, el Palacio de Correos podría haber terminado como alguno de los negocios inmobiliarios privados con activos públicos tan preciados por nuestros liberales. Haber evitado esa opción es de por sí una buena noticia. El muy buen proyecto de los arquitectos Enrique Bares, Federico Bares, Nicolás Bares, Daniel Becker, Claudio Ferrari y Florencia Schnack es otra buena noticia.
Se trata de un espacio de 100.000 m2 de acceso gratuito, con salas dedicadas a la difusión de la música, las artes plásticas y el cine. Eso es lo que realmente cuenta, la riqueza y el PBI que esa generosidad pública van a aportar, como ocurrió con la pirámide del Louvre.
El resto -las críticas por el nombre, por los gustos de “la arquitecta egipcia”, por la programación aún no detallada o el inevitable desborde de un espacio popular- se los dejamos a las lloronas ilustradas que, como André Fermigier, mañana ya habremos olvidado.